Colaboración de Bartolomé Medina Abellán
A poco que nos paramos a analizar la celebración del carnaval en la civilización occidental en los últimos siglos, nos llama la atención una serie de constantes, sea cual sea la geografía, el apego a la tradición o las múltiples formas de evolucionar que ha tenido este antiguo ritual.
I
En primer lugar, lo que parece evidente es que, lejos de ser una apoteosis de la impostura o el engaño, el carnaval es más bien el triunfo de la verdad, de una verdad efímera y puede que deformada, pero necesaria como catarsis anual de todas las represiones externas o internas que el individuo de sociedades en las que la mezcla de la tradición grecolatina y judeocristiana -junto al fermento adicional de viejos ritos ancestrales de cada tribu secular- conforma un equilibrio social y psicológico difícil de mantener.
Durante siglos, el supuesto anonimato de la máscara permitía por unos días a cada cual mostrarse como realmente quería ser, si bien de manera lúdica. El hombre se disfrazaba de mujer, la mujer de hombre, el padre de familia esforzado y serio se convertía en un personaje desbaratado y sinvergüenza, la mujer casta y reservada se dejaba llevar por deseos que no podía confesarse a sí misma; la amargura de tener que aparentar un papel falso día tras día era aliviada durante un corto espacio de tiempo. Este desfogue regulado por los ciclos estacionales era una válvula de escape que la sociedad necesitaba para seguir viva en sus contradicciones; no es otra la razón por la que, a pesar de estar prohibidos durante dictaduras como la de Primo de Rivera o la franquista, los carnavales más iconoclastas no dejaron de celebrarse de manera semiclandestina. Nunca se llegaron a cancelar los de Cádiz y Tenerife, por ejemplo.
Hay una dialéctica interna en el hecho de disfrazarse que ha llenado miles de páginas de etnógrafos y sociólogos, pero que a nivel puramente poético es de una profundidad encantadora, y es el hecho de que, para desvelarse (es decir, para que aparezca la verdad, en el sentido griego del término) es necesario velarse. El sentido de toda metáfora está encarnado en esa dialéctica. Es más, buena parte del éxito del teatro popular en las sociedades más reprimidas radica en este sano cambio de roles.
Hoy, en las democracias neoliberales del capitalismo tardío, donde la libertad individual no solo está permitida, sino incentivada como garantía de la diversidad del consumo de productos pensados para cada gusto o preferencia personal, la función del carnaval ha desaparecido tal y como siempre se entendió durante siglos. Carnestolendas o Entroido son hoy una excusa como otra para pasar un sano rato de fiesta que nos aparta de la rutina laboral y de paso permite ingresar unos euros extra a través de la afluencia de turistas. Halloween, el parque temático de Semana Santa, viejas tradiciones recuperadas, siguen ese mismo camino.
Nada más. ¿O nada menos?
La realidad quizá sea algo más compleja. La clave nos la da el desaforado éxito de las celebraciones de los carnavales escolares (no muy distintas de las que festejan Halloween o Semana Santa). No creo que el sentido de estos festejos sea preservar tradiciones que pueden estar en peligro de desaparecer o tienen un especial interés cultural, de hecho, se encuentran prácticamente inscritas al ámbito de la educación primaria. Hace unos cuantos años que nadie celebra el carnaval en mi centro de educación secundaria, incluso algún alumno me pregunta tímidamente, como si fuera algo prohibido, si puede venir disfrazado ese martes de febrero.
No, la clave está en que estas celebraciones (como el día de la castañera, los mercadillos solidarios, y otros artefactos que los maestros han ido pergeñando a lo largo de los últimos tiempos) crean comunidad en una sociedad básicamente atomizada. En este caso, la balanza pretende equilibrar la tendencia al individualismo exacerbado, y lo hace mediante una peculiar forma de individualismo –el mero hecho de disfrazarse-, envuelta en una manera de fomentar el trabajo en equipo y la colaboración de los grupos, pero no solo de los grupos infantiles, sino también, como a nadie escapa, de los grupos de madres y padres, familias y claustro de maestros. Esta voluntad de crear comunidad desaparece en la enseñanza secundaria por el simple hecho de que los padres y madres ya no se dedican a respaldar a los pequeños, y vuelve a aparecer después en la vida adulta mediante la formación de peñas y comparsas. No desenfoquemos, en todo caso, el asunto que nos trae: el carnaval infantil.
II
El pasado lunes 12 de febrero asistí a un espectáculo que no creía posible en una ciudad del sur español –digamos Jumilla, digamos cualquier otra-. Cientos de madres, padres, abuelos y, por supuesto, niños de distintos niveles junto a sus profesores, de las más variadas nacionalidades (malienses, ecuatorianos, senegaleses, colombianos, marroquíes, peruanos, ucranianos, burkineses, rumanos, murcianos), más o menos occidentalizados, o más o menos étnicos, se encontraban pegados, amalgamados, cementados en un hatillo sin reparar los unos en los otros.
Ha sido un espectáculo singular ver pequeños senegaleses disfrazados de vikingos, musulmanas de velo riguroso portando el sombrero charro del traje del hijo, ecuatorianos conversando vivamente con marroquíes acompañados de jumillanas nativas sin ningún atisbo de prejuicio xenófobo o racista.
Conozco bien el lugar donde vivo, y he podido ver como personas venidas de los barrios más humildes charlaban animadamente con otras del centro. En un momento dado, se ha producido un curioso desfile: decenas de madres disfrazadas empujaban cochecitos de bebe donde se escondían sus hijos de pocos meses.
El desfile de disfraces era original y colorista, por supuesto, y tenía el valor del trabajo en comunidad, de la confección casera de los trajes, del reciclaje, qué duda cabe; pero lo más importante radicaba en que estas máscaras, estos trampantojos, dejaban ver la verdad desnuda, como siempre lo ha hecho el puro carnaval: una sociedad multiétnica en la que conviven magrebíes o ecuatorianos de segunda generación, establecidos hace lustros, con subsaharianos llegados recientemente, atraídos por el trabajo rural, o ucranianos y otras nacionalidades del este europeo emigrados por fuerza de las circunstancias bélicas o la inestabilidad política.
Jamás, en ningún lugar público o privado, veremos juntas todas estas nacionalidades. Viven aislados en grupos más o menos homogéneos y su contacto en los propios centros escolares es también limitado, pero el sagrado carnaval ha obrado de nuevo este milagro, como lo viene haciendo desde la época prerromana: ha conseguido sacar a la luz la médula última de nuestra sociedad, una sociedad diversa, multiforme, mutante, atravesada por variadas fibras religiosas o sociales, que necesariamente tenderá a la cohesión, si las cosas se hacen bien y aceptamos las múltiples ventajas que esto comporta, o derivará en serios conflictos sociales –como los que se desencadenan regularmente en las afueras de París- si las cosas se hacen mal.
Don Carnaval (o Don Carnal) nos ha hecho un favor: ha descubierto ya el tipo de sociedad en la que nos movemos y nos la ha ofrecido delante de nuestros ojos, gracias en gran parte a la labor de maestros y comunidades de AMPAs. Lo ha hecho en el sector social más sensible y frágil: la infancia.
¿Seremos capaces se aprender la lección de don Carnaval, ese viejo sabio y milenario? ¿O bien preferiremos cerrar los ojos y escondernos detrás de otras máscaras mucho más peligrosas?