Emiliano Hernández Carrión. Real Academia Alfonso X el Sabio
Una mujer alta y enjuta, de pelo moreno y cara redonda, sube por la calle del Marchante, con un rollo de tela relleno de borra sobre la cabeza, y sobre el rollo una larga tabla de madera blanca, color que había adquirido la madera por la multitud de veces que había sido lavada con “salsosa”. En su camino de ascenso se cruza con otra mujer enlutada de alto en bajo, con un velo en la cabeza, síntoma de haber perdido a algún familiar cercano, ni se sabe ya los años, que le pregunta a la de la tabla.
- ¿Dónde vas tan cargada Pascuala?
- Vengo de hacer las frioleras del horno de “Mariagracia”, que llevo todo el día allí metida.
- Precisamente vamos nosotros mañana al campo a hacer las frioleras, que me hizo allí un hornico mi Juan.
Con la Navidad, llegan los meses de frío y los días más cortos, ello se traduce en que la familia está más tiempo reunida en casa, amén de la celebración de la Natividad del Niño Dios. Para estas fiestas las buenas gentes llenaban la despensa, y una cosa que no podía faltar eran las frioleras. Su elaboración y consumo era todo un ritual.
Las mujeres pedían cita en el horno, y el día y a la hora señalados se presentaban allí, con una cesta de mimbre, con un asa gruesa en el centro, y en su interior una botella de aceite, un saco de tela lleno de gajos de almendras, otra botella de vino, un kilo de naranjas y unos pocos limones, todo ello tapado con un grueso paño blanco como la nácar. El horno era un trajín en plena efervescencia, un continuo entrar y salir de gente. Una máquina circular estaba continuamente amasando por medio de un brazo que hacía girar un aspa, pero la que más ruido hacía era la de batir las claras de huevo, dentro de un recipiente, también de acero inoxidable y con forma de huevo. En una bancada lateral había una gran barra de manteca de cerdo, donde se acercaban de vez en cuando las horneras a cortar un poco.
En el centro una gran mesa rectangular rodeada de mujeres afanadas en amasar y dar forma a sus frioleras, iban llenando las llandas, y las niñas, subidas a una silla mareaban un pequeño trozo de masa que de tanto manosearla se ponía negra. Las horneras utilizaban un sistema de medidas hoy perdido: “Para tasa y media de eso necesitas dos cuartillos de vino, una libra de aceite, otra de azúcar, dos onzas de manteca, media docena de huevos, una raspadura de limón y una pizca de canela”. Y el caso es que salían muy buenos. La tahona era un continuo entrar y salir de llandas, unas con cristóbalas, “Chiquilla, las cristóbalas las tengo que esconder muy bien, si no se las comen antes de la Pascua”. Otras con mantecaos de distintos tipos: aceite, almendra, leche, naranja, “Pos a mi pequeño sólo le gustan los de leche”. Pasteles rellenos de cabello de ángel: de vino o de aguardiente, “Estos son los primeros que caen”. O rollos de: vino, aguardiente o escaldaos, “Tos los años me sobran rollos de aguardiente”.
El caso es que en Semana Santa, cuando se sacó la olla grande para guardar las empanadas, aún quedaban allí cristóbalas.
Feliz Año 2018.
Emiliano; cuánto tiempo¡¡ Me ha encantado tanto en la forma como en el fondo tu relato.Has representado magníficamente la atmósfera de mi Jumilla infantil; tan es así, que parece un propio recuerdo. Feliz año. Me ha encantado.
Extraordinario artículo
.Me has hecho recordarse tiempos de mi más tierna infancia, con mi madre.
Gracias Emiliano.