Antonio Toral Escritor y aficionado al ciclismo

Son las dos palabras que muy probablemente deberíamos de emplear para describir lo que han sido las primeras cinco etapas de este Tour de Francia. Tras una primera jornada “trampa” en la que los ciclistas tuvieron de afrontar un trazado sinuoso en las proximidades de la ciudad de Niza, y durante la que, en virtud de las pésimas condiciones de la calzada y ante la ausencia manifiesta de una autoridad superior que decidiera si se dan las condiciones de seguridad mínimas para la disputa o no de una competición deportiva de esta naturaleza, fueron los propios ciclistas, en pos de su propia seguridad, los que de manera encubierta decidieron “neutralizar” la mayor parte de la etapa, disputando únicamente los últimos 20 kilómetros, ya de cara a meta. Actitud difícil de entender en aquel momento, mientras millones de espectadores, a lo largo y ancho del mundo, observábamos, entre incrédulos y contrariados, cómo los ciclistas dejaban pasar esta primera oportunidad para la batalla, y más aún viniendo de donde venimos y habiendo pasado todo lo que ha tenido que pasar para sacar adelante este Tour de Francia. Con el paso de los días, y con la perspectiva que da el tiempo, se entiende un poco más aquella actitud, conservadora, prudente y pragmática de los ciclistas, pues, aún con dichas precauciones, casi la mitad del pelotón se fue al suelo durante esta primera jornada de carrera en, al menos, una ocasión, saldándose dicha etapa con el abandono de varios corredores, incluidos incluso nombres ilustres como Philippe Gilbert, John Degenkolb o Rafa Valls, entre otros. Y es que el ciclismo, desde el origen de los tiempos, se ha decidido en jornadas dantescas, de climatología adversa y bajo todo tipo de condiciones, siendo precisamente éste tipo de días los que han acabado forjando la leyenda de este deporte, eternamente a caballo entre la gloria, la tragedia y la emoción. Que se lo digan a Ocaña en 1971 o a Pantani en 1998, por poner solo dos ejemplos. Aquella primera etapa de este Tour de Francia 2020 acabó en “volata”, como por otro lado estaba cantado, imponiéndose con autoridad al sprint el noruego Alexander Kristoff, vencedor y primer maillot amarillo de esta atípica, impredecible y por momentos extraña ronda gala.

Aquella primera y decepcionante jornada dejó paso a una segunda, también con salida y llegada en Niza, con climatología óptima y un perfil que invitaba a la batalla, no de los primeros espadas de la competición pero sí de esos otros ciclistas de segunda fila que, más allá de aspiraciones en la general, ambicionan la conquista de alguna etapa o clasificación complementaria. Así fue el caso del joven y talentoso ciclista francés Julián Alaphilippe, probablemente el mayor Killer que en la actualidad posee el panorama ciclista internacional de cara a finales explosivos y de resolución incierta, como el de esta segunda jornada. Alaphilippe, aún pese a estar vigilado y cerradamente marcado, asestó un ataque inapelable al que solo pudo responder el también joven suizo Marc Hirschi en primera instancia, para unirse después, en un derroche descomunal de clase, el británico Adam Yates. Entre los tres estuvo in extremis no solo la gloria de la etapa sino también el liderato momentáneo de este Tour de Francia, en virtud a las bonificaciones de tiempo que otorgaba el Col des Quatre Chemins, última cota puntuable del día, y las bonificaciones habidas sobre la mismísima línea de meta, la cual logró cruzar en primera posición el mencionado Julian Alaphilippe. Y, en un dejavù de casi 14 meses, el joven francés vuelve a vestir esa prenda amarilla que Francia tanto anhela y que en el país vecino tanto se valora, con el sueño, quizá utópico hoy día, de que un francés vuelva a ganar el Tour de Francia. Y es que, 35 años después, Bernard Hinault – 1985– aún busca sucesor. La pregunta es obligada: ¿Defenderá Alaphilippe este amarillo con la misma vehemencia con que el año pasado lo hizo hasta el final? Probablemente no, y sería un acierto además. El tiempo y la carretera dirán.

Así los ciclistas afrontaban una tercera etapa entre Niza y Sisteron en la barrera física y fisiológica de los 200 kilómetros. Jornada de desgaste, sin grandes dificultades montañosas, resuelta de nuevo al sprint, en el que sería esta vez el diminuto ciclista australiano Caleb Ewan el más veloz. Único día aparentemente tranquilo y sin polémicas de este Tour para llegar al 4º día de competición, con una breve pero intensa incursión en los Alpes para concluir en Orcières-Merlette, allá donde Luís Ocaña se vistió de amarillo en 1971, poniendo contra las cuerdas al mismísimo Eddy Merckx, y dejando fuera de control a medio pelotón. En esta ocasión no hubo escapada de por medio que lograra coronar a un campeón de etapa en Orcières-Merlette, ni mucho menos del Tour, en esta ocasión no hubo insurrección. El ciclismo hace mucho que abandonó la épica de aquellos tiempos y el férreo control a que sometió la carrera el equipo Deceuninck, del líder Alaphilippe, y la aplastante superioridad, ya exhibida durante el Dauphiné, del equipo neerlandés Jumbo-Visma, hizo de rampa de lanzamiento al esloveno Primoz Roglic, el hombre más en forma en la actualidad del pelotón, para que volviera a adjudicarse una etapa en la que el vigente campeón, Egan Bernal, sin dejarse tiempo en la general, volvió a mostrar cierta debilidad y en la que ningún gran líder cedió tiempo respecto al vencedor.

Así pues, prosigue este Tour, prosigue el tanteo entre los máximos favoritos pero también con la dicotomía de ver cuál es el equipo más potente y hegemónico de la competición. El Tour es indiscutiblemente la carrera más grande del mundo, también es, indiscutiblemente, la carrera en la que se corre con más miedo a perder, pero también es, en base a su historia, leyenda y por definición, la carrera con la que sueñan ciclistas y afición, la que mayores cotas de ilusión, misticismo, gloria y drama genera a lo largo de 21 días inolvidables de competición. Que siga la carrera. Sigamos viviendo el Tour.