Editorial

Si echamos un vistazo atrás y nos adentramos en las hemerotecas, las crónicas o la historia, comprobamos que la sequía siempre ha existido. No es es nada nuevo, lo único es que ahora son mucho más frecuentes y severas.
Hasta hace poco, la falta de agua la situábamos en África como algo lejano. Pero desde el año 2000, están afectando a todos los continentes, desde Asia a toda Europa pasando por América de norte a sur.
Se estima que para el año 2050, es decir, pasado de mañana, las sequías podrán afectar a más de las tres cuartas partes de la población mundial, lo que les podría afectar a 216 millones de personas que incluso podrían verse obligadas a emigrar. Si las cosas no cambian, nos encaminamos a un mundo donde el agua dulce y el suelo rico y productivo serán solo un sueño, y no para millones de personas, sino para miles de millones de habitantes de este mundo.


Sin embargo, hay una esperanza. A diferencia de muchos otros peligros, tanto naturales como inducidos por el hombre, las sequías son sumamente predecibles y ocurren de manera lenta y cíclica. Esto significa que podemos adelantarnos a ellas y no tienen por qué convertirse en desastres. La solución radica en el intercambio de conocimientos, la capacitación, la buena gobernanza y una financiación suficiente. Hay que adaptar las técnicas agrícolas y de gestión de la tierra, restaurar las tierras degradadas, desarrollar la resiliencia para recuperarse, combatir la deforestación y creer en el cambio climático.