Editorial

Cuando comenzó la pandemia, se dijo que no serían obligatorias las mascarillas. Al poco se impusieron, y se justificó este cambio porque en un principio no habían para toda la población, y después se contó con cantidades suficientes para poder hacerla obligatoria. De hecho, este objeto que nos provocaba risas y mofa cuando anteriormente lo veíamos principalmente en chinos, ha resultado ser uno de las mejores armas para luchar con el aumento de contagios.
Pero ahora, más de 400 días después, el Gobierno decide relajar esta medida inicial puntualizando que en el exterior deja de ser obligatoria siempre que se pueda mantener la distancia de 1,5 metros y que por lo tanto no haya aglomeraciones. No obstante sí que obliga a llevarla encima, ya que en cuanto se entre a un establecimiento o a cualquier recinto cerrado, sí que habrá que ponérsela.

La medida, como todas las que se han tomado en esta crisis sanitaria mundial, ha despertado opiniones para todos los gustos, donde hay gente que la ha recibido aliviada, esperanzada y con notable satisfacción, y también los que la ven precipitada y negativa en este momento.
De una u otra manera, lo cierto es que esta medida no deja de ser una libertad más para el ciudadano, es decir, el que quiere seguir llevándola puede hacerlo y el que esté de acuerdo con la medida, pues que la cumpla, se la quite y así todos contentos.
Lo que sí es cierto tanto para unos como para otros es que hay que seguir llevando cuidado y siendo prudentes, ya que los contagios siguen y las amenazas de nuevas cepas están llamando a la puerta.