Editorial

En estos días de finales de octubre, las calles se llenan de calabazas sonrientes, telarañas de plástico y disfraces que nos invitan a una diversión importada. Halloween ha calado entre los más jóvenes, y no tan jóvenes, con la fuerza de lo inmediato, lo visual, lo comercial. Sin embargo, mientras los escaparates se tiñen de negro y naranja, conviene recordar que en nuestras manos aún late una tradición más profunda, más silenciosa, pero infinitamente más nuestra: el Día de Todos los Santos.
Durante generaciones, esta fecha ha sido un hilo invisible que une a los vivos con quienes ya no están. Es el día en que los cementerios se llenan de flores, y el ambiente se impregna de respeto. No hay máscaras, ni gritos, sino miradas que evocan y abrazos por el reencuentro entre familiares y amigos que retoman sus raíces.


En un mundo que corre a golpe de tendencia, no debemos consentir que nuestras tradiciones se vuelvan anécdota. Celebrar Todos los Santos no significa rechazar lo nuevo, sino recordar que no todo lo antiguo es anticuado. Que en cada vela encendida sobre una tumba hay un gesto de humanidad que ninguna fiesta globalizada puede sustituir.
Halloween, con su estética atractiva y su aire lúdico, tiene su encanto y su lugar, pero no debe eclipsar lo que nos pertenece por historia y por sentimiento. No se trata de elegir entre calabazas o crisantemos, sino de comprender que mientras una invita al disfraz, la otra invita al recuerdo.
Quizá ha llegado el momento de volver al cementerio con los hijos, de contarles quiénes fueron sus abuelos, de hornear juntos esos dulces o asar unas castañas. De hacer que el 1 de noviembre vuelva a ser lo que siempre fue: un día para honrar la vida a través de la memoria.