Editorial

Las paradojas de la vida, cada vez están más a la orden día, y mientras realizamos rogativas a los santos para que llueva y salve los campos de una sequía atroz que cada vez se hace más insoportable, al mismo tiempo, lamentamos no poder sacar a los santos en procesión y celebrar la Semana Santa como Dios manda.
La Semana Santa se ha convertido ya en sinónimo de inestabilidad meteorológica y de incertidumbre. Hace tiempo que no se recuerdan estas fechas con normalidad, cuando no es porque cae la del pulpo, es por la pandemia y, si no, como pasa este año, que no se esperan grandes tormentas, pero sí chispeos que lo único que provocan es ni hacer, ni dejar hacer.


Hemos tenido en Jumilla un primer fin de semana donde todo se pudo llevar a cabo, que dio paso a un Lunes Santo donde, por el contrario, no se pudo hacer nada, obligando a tener que poner en marcha los planes B previstos. Ahora estamos en Jueves Santo, y según las previsiones, parece ser que después de una tregua, durante el final, todo apunta a obligarnos a mirar al cielo de forma continua.
La Semana Santa, como otras muchas cosas que tienen una periodicidad anual, es el punto final, la meta, después de 12 meses de trabajo, de reuniones y de ilusiones. Todos esperamos y deseamos que estas fechas se viven con intensidad, pero, sobre todo, con normalidad. Además, para la economía, también representan un momento muy esperado. Pero ya se sabe que el tiempo es impredecible.