Artículo de colaboración de José Ortiz Gómez
Covid-19, casa, confinamiento, tiempo, reflexión, recuerdos, vivencias, edad, temor sobre información, mensajes, etc…, mezcla de sentimientos incapaces de ordenar, viaje a través del tiempo, precisamente en estos días donde nuestra mente nos lleva a todos los estadios de nuestra vida. El hombre que hoy raya la ancianidad recibe mensajes de un conocido que le envía poemas en unos folios manuscritos, poemas alusivos a su pueblo, a su Semana Santa y a sus gentes. Se trata de Salvador Moreno, persona admirada por el autor de este pensamiento por varias razones, una, por tener relación directa con el oficio de albañil, aunque en escalones bien diferenciados, el es arquitecto, pero no solo de Arquitectura, también lo es de la palabra, (él sí es un poeta que construye casas), sin ánimo de sobrevalorar, es un gran poeta, sencillo, pero lo es. También le admiro por su gran «jumillanía», jamás olvida de donde viene, ni de sus genes de albañil.
Precisamente en estos días tan extraños, cuando este hombre recibe esos folios manuscritos de la mano y de la ágil pluma de Salvador, éste se transporta a su niñez, de cuando comienza a tener uso de razón y ya sueña con una pluma estilográfica, un objeto que casi no conocía pero sabía lo que para él representaba. La vida sin embargo le deparaba otra cosa, una paleta, sí, una paleta de albañil, así que con solo diez años a trabajar, a aquella paleta le acompañaba sacrificio, llanto e impotencia, pero no había otra cosa, ya había pasado la cruel postguerra, pero la vida no era fácil.
Convencido de que el destino la vida le había entregado aquello, cogió aquella paleta, la asió con todas sus fuerzas y se prometió sacarle el mayor partido posible. Transcurrió casi su niñez, la adolescencia, la pubertad, y poco a poco fue madurando, fue persona de forma prematura si se compara con la actualidad, pero él persistió en sacar partido a lo que la vida le entregó y poco a poco se iba encontrando con aquella pluma y lo implícito que la misma representaba para él.
No hubo tiempo para más. Solo trabajo, trabajo y trabajo, pero siempre acompañado por la inquietud del aprendizaje que no pudo tener en la escuela y mucho menos en la Universidad. Se hizo adulto, formó una familia, tuvo hijos, tuvo nietos, pero su máxima era la pluma, sin él darse cuenta probaba con todo, nadie le había dicho cómo, pero fue capaz de pintar con óleos, de hacer objetos de madera, juguetes para su nieto, incluso antes ya había impartido enseñanzas de su oficio por vías distintas. Ayudó siempre que pudo a amigos y conocidos, algunos de ellos siendo conocedores de sus inquietudes, le regalaron verdaderas joyas de la escritura, magníficas plumas estilográficas que él guarda celosamente como herencia para los suyos. Él mismo se regaló plumas, sin duda era como un trauma que iba desapareciendo con la edad, aunque lo que no desapareció nunca fue su inquietud por aprender. Escribió con ellas, aunque con trazo grueso y tosco de albañil, pero también firme. Seguramente con muchas faltas de ortografía, escribió y escribió, y lo hacía desde el punto de vista del peldaño en que estaba situado.
Ahora en el ocaso de su vida, cuando lo laboral ya ha quedado aparte, aquel niño, ahora hombre casi anciano, ha descubierto la cerámica, esa «Señora» que le ha hecho olvidar momentáneamente todas aquellas actividades que le abstraían. Ni él mismo se lo imaginaba, nadie le había enseñado, pero la intuición y la inquietud le han llevado a considerar que cualquiera de sus cacharros es y ha sido un reto superado…, como su propia vida. Poco a poco la paleta del que otrora fue albañil y terminó sintiéndose orgulloso de ella, se ha ido tornando en la pluma de los sueños de aquel zagalillo de mediados del siglo pasado.