Visibilizar a la mujer y el papel que juega en la sociedad. Ese el objetivo de la huelga feminista que con motivo del Día Internacional de la Mujer se celebra hoy 8 de marzo. También es el objetivo de los distintos actos y conferencias que se celebran por todo el mundo. Y de muchas conversaciones cafeteras que, espero, sean protagonizadas por hombres.  Y es que como hace poco demandaba a mi pareja necesitamos un papel activo del hombre que vaya más allá del de ser un mero interlocutor.

No existe duda de que el pasado 2017 fue el año de las mujeres. Movimientos como el #MeToo no han hecho más que prender la mecha de algo que es imparable: la revolución es feminista y ha venido para quedarse.

Muchas personas se remueven incómodas o sienten una repentina irritación al escuchar la palabra feminismo (no me molestaré en mencionar al satán de todas, patriarcado). La cuestión es bien simple, el feminismo pide algo que es de justicia: la igualdad de derechos. Eso sí, esa igualdad pasa por cuestionar y cambiar un sistema sociopolítico que está dominado por lo masculino. No es teoría. Hablan los datos. Las mujeres cobran hasta un 25% menos que los hombres por un mismo trabajo, existe un techo de cristal que dificulta el acceso a los puestos de poder, faltan políticas de conciliación, no hay corresponsabilidad en las tareas domésticas, habla la tasa rosa, y por supuesto habla la violencia y el acoso sexual. Por no mencionar una cultura y educación predominada por lo masculino, ¿dónde están las mujeres escritoras, artistas, protagonistas de la historia?

Hay quien tilda, de manera despectiva, la manifestación feminista de política para no apoyarla. Claro que lo es. Los problemas, los conflictos que afectan a un grupo de personas son política. Y definitivamente no se puede separar una cosa de la otra. Lo personal es política.  Tampoco debemos olvidar que con la misma facilidad que se conquistan derechos se pierden. Lo dicen instituciones como  la ONU o el Consejo de Europa cuando apuntan a un retroceso de las leyes en materia de salud sexual y reproductiva en países tan cercanos como Polonia o Italia.

El 8 de marzo hay mucho que reivindicar. Hablaré de algo que me afecta personalmente, y que es política. Sufro una enfermedad ginecológica llamada endometriosis. 1 de cada 10 mujeres la padece. Es crónica, no tiene cura y su síntoma principal es un dolor pélvico agudo, e incapacitante en muchos casos, sobre todo en la menstruación. Va acompañada, en casi el 50% de los casos, de infertilidad y la media de diagnóstico llega a los 7 años. Aquí entra en acción otra palabra común relacionada con el universo femenino: el tabú. La regla es tabú y el dolor también lo es. De ahí el retraso en el diagnóstico. El mío vino a los 26 años más por tozudez que por rigor médico.

Tras ser diagnosticada me encontré con que apenas se destinaba dinero a la investigación a pesar de la alta prevalencia de la enfermedad y en comparación a otras, y que los intereses comerciales de las farmacéuticas están por encima de los de la salud. Tener un enfoque de género en la salud, mejores prestaciones y acabar con los tabúes es política.

Cinco años después, todavía me enfado al pensar que el dolor podría haberse evitado con un diagnóstico precoz y sé que si fuese una enfermedad de hombres se actuaría de otra manera. Con la enfermedad activa otra vez me reafirmo en lo dicho. No es personal. Es política.

Lorena Tomás Lizán

Asesora en el Parlamento Europeo