Antonio Toral. Escritor y aficionado al ciclismo

Hacía más de 30 años que no se veía nada igual.

Desde aquel Tour de Francia de 1989, que concluyera y coronara en los mismísimos Campos Elíseos de París al vencedor de aquella edición de la carrera, al norteamericano Greg Lemond, en detrimento del ídolo y héroe nacional y local, Laurent Fignon, en la muchas veces azarosa y por momentos gloriosa y convulsa historia de la Grande Boucle, no se había vuelto a presenciar semejante desenlace final. Y éste ha sido el broche, a caballo entre el éxtasis y la tragedia, con que nos ha premiado, tanto a los aficionados ocasionales como a los más acérrimos, este Tour de Francia.

El Tour de la pandemia, aquel que se disputó durante el mes de septiembre y que bien podríamos calificar como el Tour del milagro, porque es casi milagroso el mero hecho de que, sin un solo caso positivo entre los 176 ciclistas en liza, se haya logrado llegar a la ciudad de la luz, de lo cual había serias dudas antes y durante la disputa de esta edición de la carrera. Una edición que concentraba y reservaba de forma caprichosa toda la emoción para la jornada decisiva final que, con permiso del paseo triunfal del último día camino de París, acaba siendo la etapa justo anterior, la de la jornada 20 del total de 21 que componen tanto Giro, como Vuelta como Tour, las tres grandes del calendario ciclista internacional.

Y es que tras casi tres semanas de total y aplastante dominio y superioridad del equipo Jumbo-Visma del que estaba destinado y casi cantado que acabaría siendo el patrón de este Tour, el esloveno Primoz Roglic, la lucha cuerpo a cuerpo que brindaba la contrarreloj del penúltimo día acabó erigiéndose, contra todo pronóstico, en determinante para el jovencísimo y bravísimo, también esloveno, Tadej Pogacar. 36 kilómetros que pasarán a los anales más dorados de la historia del ciclismo y en los que el imberbe Pogacar, de aspecto frágil y quebradizo, que partía con una desventaja de 57 segundos sobre su compatriota y líder sólido, a la sazón un gran especialista contra el crono, logró dar un vuelco a la clasificación final de la carrera de una manera tan brillante y magistral como increíble y sorpresiva.

Millones y millones de aficionados atestados a las pantallas de su televisor no daban crédito al hecho histórico del que estaban siendo testigos de excepción. Y es que Pogacar, contra la lógica de la mayoría, que vaticinaban que no solo no acabaría ganando este Tour de Francia sino que acabaría dejándose en meta tiempo respecto a su compatriota, fue pulverizando uno tras otro todos los registros parciales y finales de todos los ciclistas en liza, para acabar ganando esa contrarreloj –con 6 kilómetros finales de éxtasis en los que se ascendía al severo puerto de la Planche des Belles Filles– imponiéndose por KO técnico no solo a Roglic, completamente arrollado y desdibujado sobre su bicicleta durante los kilómetros finales, sino también sobre el segundo clasificado, también del equipo Jumbo-Visma, el talentoso neerlandés Tom Dumoulín, al cual acabó aventajando en 1 minuto y 21 segundos, 1 minuto 56 segundos sería la diferencia que acabaría endosándole Primoz Roglic, el que hasta aquel momento, había sido en este Tour de Francia el amo y señor.

Y así, tras el trámite del último día que lleva a los ciclistas en paseo triunfal hasta la ciudad de la luz, el joven Pogacar, de tan solo 21 años, se convertía en el campeón más joven de la historia contemporánea del Tour de Francia, haciéndolo además de la única manera que probablemente podía hacerlo pues, de haberse vestido antes de amarillo era un hecho que, disponiendo de un equipo a su servicio con un potencial infinitamente menor que el de su principal rival, las ofensivas tácticas del Jumbo-Visma, que habría jugado siempre con superioridad, habrían llevado a Pogacar a perder cualquier opción de ser el ganador final.

El Tour de Francia 2020 es por tanto ya historia e histórico pero, aún con el desenlace vivido, casi inaudito, no podemos olvidar que hemos asistido al que probablemente haya sido el Tour de Francia más anodino que se recuerda. Pero no es menos cierto afirmar que la emoción, en esta recta final, ha rayado la locura, y la hazaña, al filo de lo imposible, nos ha llevado a la frontera del paroxismo casi absoluto. El esloveno imberbe que ataca y exalta y que, aún pese a su juventud, o quizá precisamente debido a ella, corre como marcan los cánones de la antigua escuela, ha derrocado en Francia –país en el que no se asumen ni toleran los absolutismos– a ese otro esloveno frío y calculador que –escoltado por un equipo que ha aplastado y controlado con mano de hierro la carrera– parecía correr con una coraza, para demostrarnos, entre otras muchas cosas, que el ciclismo moderno que hoy vivimos, en el que la tecnología lo ha acabado invadiendo prácticamente todo, en el que se mide al milímetro cada parámetro que pueda ser susceptible de ser medido, físico y fisiológico o de la índole que sea, que aún hay espacio para la emoción y para el vuelco en la clasificación. Para la magia, la epopeya y el corazón. Que aún caben la épica y las gesta heroicas con las que el ciclismo ha forjado, desde que se conoce, su historia y leyenda, siendo, precisamente este, el opio del que se nutre la afición.

El Tour de Francia, en el desenlace soñado por cualquier organizador, corona con orgullo, y con total merecimiento, a un nuevo Monarca. Increíble, impensable, no hay palabras. Felicidades Tadej Pogacar. Que viva el ciclismo y que viva el Tour.